Autor: Hugo Gutiérrez Vega
La Jornada, México. Domingo 20 de octubre de 2013 Num: 972
“Decíamos
ayer”... Simona Sora Constantinescu trajo a Guadalajara las voces y los
paisajes de su Rumanía natal. Formó parte del jurado del Premio FIL de
Literatura en Lenguas Romances y una gripa tremenda la obligó a encerrarse por
un par de días en su habitación. Sin embargo, tuvimos oportunidad de charlar en
varias comidas y de participar en las deliberaciones del Premio que, con total
justicia, será entregado a Yves Bonnefoy, el poeta y ensayista francés.
En primer lugar, recordamos los platos de la cocina
popular de las distintas regiones rumanas: el rotundo plato transilvano
compuesto de papas, col, carnes frías y salchichas de todos los tamaños y sabores.
De esa hermosa región habitada por rumanos, magiares, alemanes y los pocos
gitanos que Hitler dejó con vida y que, tímidamente, vinieron a instalarse en
ciudades como Cluj y Timisoara, brincaremos al Mar Negro y a los rumbos de las
Puertas de Hierro del Danubio (recordamos la hermosa biografía del majestuoso
río hecha por Claudio Magris y la novela de Zilagy Lajos, Algo flota sobre el agua,
que fue convertida en una estrambótica película del cine mexicano). La memoria
me llevó a una mesa de madera limpísima en la que yacía un esturión de grandes
proporciones. Una certera cuchillada le abrió el vientre y el caviar salió a
borbotones. El limón, la mantequilla, la cebolla y unas gruesas rebanadas de
pan campesino completaron un hermoso cuadro gastronómico. Pasamos por los
terrenos de la ciorba (sopa)
de pescados de río, hasta llegar a la santa mamaliga hecha
de maíz y pariente cercana de la polenta y del tamal de cazuela, y terminamos
con las sarmale (hojas
de col rellenas de carne) y con las ilustres mititeis,
las salchichas de cerdo que compiten con las “chipolatas” del imperio
británico.
Ya mejorada de su gripe (el aire contaminado de su
larga jornada aérea tuvo la culpa del desaguisado) nos pusimos a hablar de la
complicada historia rumana y de la cercanía que con el latín tiene la lengua de
la antigua Dacia romana. Las doinas (canciones tristes) muestran en
su estructura lírica el apego a la lengua del imperio romano. Las secciones del
Palacio de Catroceni muestran distintos momentos del acontecer rumano: las
tumbas de las familias nobles, los Cantacuzeno, los Paleologu, los Cantemir;
los reyes foráneos impuestos por los complejos compromisos de la política
europea y las interesantes reinas: María y su estudio de inspiración ibseniana
(La dama del mar, Carmen
Silva y sus novelas muy bien escritas; Isabel y su hermosa labor en la Cruz
Roja. No se nos escaparon el inteligente y siniestro Codreanu y su fascista Legión del Arcángel San Miguel;
Antonescu y su Garda de Fier tan prolijamente retratada en toda su maldad por
Virgil Georghin, y Carol II y madame Lupescu, refugiados en
el México avilacamachista y acosados por los nuevos ricos y los rastacueros
encantados con la idea de tener un rey en casa y agasajarlo con comidas
folclóricas que, a decir de madame, acabaron con la flora intestinal del
larguirucho monarca destronado que fue a dar con sus huesos reales al pudridero
monárquico de Estoril. Petru Dumitriu, tan chismoso como Tácito, nos dio
material para entrar a saco en las vidas privadas de la casa real rumana, y nos
obsequió retratos dignos de un Hola mezclado
con Alarma.
Desde aquí mando un saludo a Simona Sora y a su
familia. Nos veremos en la Guadalajara llena de libros, este próximo noviembre,
y seguiremos adelante con nuestros diálogos rumanos.
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